jueves, agosto 2

Reina del delivery



Cuando era chica, los sábados al mediodía mi vieja me dejaba en la casa de su papá, mi «zeide». Él nos recibía a mí y a mi hermano con una fuente enorme de papas fritas [mi comida favorita hasta el día de hoy y algo prohibido en mi casa materna] y una pila de pelis de Hitchcock. Mi hermano y yo, que debíamos tener 4 y 8 años respectivamente, ni hablar que no entendíamos nada, pero comíamos papas fritas fascinados mirando esas pelis de suspenso en blanco y negro, mientras mi abuelo conectaba su audífono directamente al televisor. Toda una modernidad en esa época.
Lo más divertido era ver cuando mi abuela empezaba a gritarle y mi abuelo llevaba la mano a su oreja y apagaba el audífono, haciéndose el que se rascaba. Así evitaba cualquier griterío, ya que era bastante sordo.
Mi abuela materna nunca nos cocinó, es más, no sabía cocinar ni le gustaba. Mi mamá de chica vivía con su propia abuela y era la que le cocinaba a ella y a mi tío cuando eran chicos. Siempre la recordaba con mucho cariño. En cambio, cuando hablaba de su mamá, mi «baba», que no cocinaba, la tildaba de desamorada.
Mi vieja trabajó toda su vida, aunque siempre tuvo tiempo para ocuparse de nosotros. De las tareas, cuando estábamos enfermos, de buscarnos en los cumpleaños [cosa que mi viejo siempre se olvidaba, todavía recuerdo ser la última nena y la mamá de la cumpleañera diciéndome «nena, ¿donde vivís?»] y por supuesto, de cocinarnos. Hasta en una época, aunque no eramos ni ricos ni millonarios, venía una cocinera que hacía la comida toda la semana, que se guardaba con etiquetas para saber qué era. El freezer ocupaba casi la mitad de la cocina del departamento de 2 dormitorios donde vivíamos.
A mi vieja siempre le gustó cocinar, tuviera tiempo o no. Heredé de ella la mano y una pila de libros de cocina.
Mi abuela paterna, en cambio, no sabe cocinar. Siempre cuenta de una especie de criada y cuando antes era «pobre», como dice ella, no se acuerda qué hacía. Lo que sí se acuerda es de mandarlo a mi abuelo que saliera por una puerta y entrara por la otra con el pollo de la rotisería. Y mi papá y sus hermanos dicen que pensaban que les iban a salir plumas por la única receta que tenía mi abuela: «pollo al horno».
A los 21 años me fui a vivir sola. En realidad, con alguien. El primer año de convivencia engordé 18 kilos. Y sí, viste como es. Poder hacer todo lo prohibido. Los momentos alrededor de la mesa eran sagrados y empezaban con una seguidilla de bizcochos a la mañana, picadita a la tardecita y platos altamente calóricos a la noche. Obvio que esto era antes de que apareciera la movida «coma sano», y todo estaba empapado de vino tinto. Encima pegué un trabajo aburguesado, buena guita, poco laburo y unos muslos de casi 30 centímetros de diámetro.
Sobre que siempre fui grandota y tuve problemas con la ropa, en esta época agradecía que estuviera lleno de chinos vendiendo pantalones de vestir talle 44. Igual era feliz. Me alcanzaba con el amor. Y la crema de leche. Me costaba caminar, me agitaba y ni hablar de tener sexo. Ni me interesaba. Lo único que sí quería era tener un hijo para justificar la panza. Cuando me di cuenta que me había ido de mambo pasé por Slim Center y unos cuántos lugares más. Una nutricionista y una doctora de rara procedencia te decían que todo lo resolvía con una semillita de mostaza pegada a la oreja con una cinta de papel. Y la boca cerrada, por supuesto. Después de dietas disociadas varias y morirme de hambre, bajé 12 kilos.
Un tiempo más tarde renuncié a la burguesía y me metí con unas amigas a armar algo independiente. Obviamente, se notaba, sobre todo en el bolsillo. Empecé a estresarme mucho, casi ni comía. Los nervios y las caminatas me hicieron adelgazar. Sumado a esto, las cosas con mi chico iban de mal en peor y de repente me di cuenta que pesaba igual que cuando tenía 15 años, aunque para ese momento ya me había vuelto a la casa de mi vieja. Contigo pan y cebolla, chicas, no existe.
Con el pelo destrozado y las clavículas salidas me fui de viaje, intenté olvidarme un poco de todo y seguir la vida. Mi mamá estaba ahí para proveerme de sus torrejas de verdura, su carne hecha en la Essen [otra herencia que me dejó mi madre] y sus empanadas caseritas, idilio que duró 9 meses, como un embarazo, hasta que me avisó que se iba a vivir con su novio a otro país.
Después de eso, mis hábitos fueron cambiando y hoy troqué la mayonesa por el queso crema y el pan francés por las tostadas de pan negro. La gaseosa por el jugo de naranja, y creo que no mucho más. Ahora como de todo, no me preocupa la comida y no volví a engordar ni a adelgazar demasiado. Lo que sí tengo son etapas dónde amo cocinar. Y otras en las que soy la reina del delivery. Laburo todo el día y no siempre tengo ganas de seguir trabajando, qué se le va a hacer.
Pero cocinar me encanta. Más allá del reunirse alrededor de la mesa [evento suplantado por una mesita baja en el living y un par de bowls medios chinos que me regaló Top]. Y no me refiero a tirar un bife en la plancha, ni hervir unas salchichas, sino picar cebolla, dejar que se dore, agregar algunas verduras, condimentar, ir probando. Copita de vino de por medio, mucho mejor; ese espacio de tiempo que uno dedica al otro en medio de esta modernidad apurada.
Para mí cocinar es el mayor acto de amor, aunque el chino y el mexicano estarán agendados en mi celular por siempre.