domingo, abril 4

Pascuas por skype















Nuestra familia somos vos, él y yo.

viernes, diciembre 28

S/T










noche rara. por un lado porque no soy la misma aunque quiera seguir actuando igual. los preparativos para una noche de ego se me volvieron encontra y antes de las 4 ya estaba sin maquillaje.
primero pensé que el frío, que los taxis, que los tacos. y ahora veo que era yo queriendo ser otra. aunque sea un rato. pero no lo puedo sostener más. o al menos no lo pude sostener esta noche.

Sueltos en París










I
por ahí me desubico, por ahí me decís: nena, no sabes quién soy. por ahí tenés razón, igual no puedo quedarme callada. te aprecio tanto, en una época te quise mucho, ahora no sé, pero parece que sí, porque sino no haría esto. capaz que en realidad lo hago de egoísta, no por vos, sino por mí, para poder dormir tranquila en esta noche que se convirtión en infierno.

II
se te ve tan bien,
enamorado, feliz.

III
amigo, me puse a pensar que extraño de vos. primero que nada tus gestos, tu caballerosidad, sentir tu protección, tu manera de dar cariño, sea con un trago, un chongo, un laburo o un consejo. después tu brillantez y tu forma de decir las cosas, aunque sea duro, pero siempre sincero. tu predisposición, tu siempre estar cuando se te necesita, aunque sólo dure lo que vos decidas, siempre, como un don que das y quitás cuando querés.
por eso no me gusta escucharte hablar mal de los otros, algunos amigos ahora, otros antes, algunos nunca.

IV
brillás tanto,
por qué te opacas?
te lo pregunto,
me lo pregunto.

jueves, agosto 2

Reina del delivery



Cuando era chica, los sábados al mediodía mi vieja me dejaba en la casa de su papá, mi «zeide». Él nos recibía a mí y a mi hermano con una fuente enorme de papas fritas [mi comida favorita hasta el día de hoy y algo prohibido en mi casa materna] y una pila de pelis de Hitchcock. Mi hermano y yo, que debíamos tener 4 y 8 años respectivamente, ni hablar que no entendíamos nada, pero comíamos papas fritas fascinados mirando esas pelis de suspenso en blanco y negro, mientras mi abuelo conectaba su audífono directamente al televisor. Toda una modernidad en esa época.
Lo más divertido era ver cuando mi abuela empezaba a gritarle y mi abuelo llevaba la mano a su oreja y apagaba el audífono, haciéndose el que se rascaba. Así evitaba cualquier griterío, ya que era bastante sordo.
Mi abuela materna nunca nos cocinó, es más, no sabía cocinar ni le gustaba. Mi mamá de chica vivía con su propia abuela y era la que le cocinaba a ella y a mi tío cuando eran chicos. Siempre la recordaba con mucho cariño. En cambio, cuando hablaba de su mamá, mi «baba», que no cocinaba, la tildaba de desamorada.
Mi vieja trabajó toda su vida, aunque siempre tuvo tiempo para ocuparse de nosotros. De las tareas, cuando estábamos enfermos, de buscarnos en los cumpleaños [cosa que mi viejo siempre se olvidaba, todavía recuerdo ser la última nena y la mamá de la cumpleañera diciéndome «nena, ¿donde vivís?»] y por supuesto, de cocinarnos. Hasta en una época, aunque no eramos ni ricos ni millonarios, venía una cocinera que hacía la comida toda la semana, que se guardaba con etiquetas para saber qué era. El freezer ocupaba casi la mitad de la cocina del departamento de 2 dormitorios donde vivíamos.
A mi vieja siempre le gustó cocinar, tuviera tiempo o no. Heredé de ella la mano y una pila de libros de cocina.
Mi abuela paterna, en cambio, no sabe cocinar. Siempre cuenta de una especie de criada y cuando antes era «pobre», como dice ella, no se acuerda qué hacía. Lo que sí se acuerda es de mandarlo a mi abuelo que saliera por una puerta y entrara por la otra con el pollo de la rotisería. Y mi papá y sus hermanos dicen que pensaban que les iban a salir plumas por la única receta que tenía mi abuela: «pollo al horno».
A los 21 años me fui a vivir sola. En realidad, con alguien. El primer año de convivencia engordé 18 kilos. Y sí, viste como es. Poder hacer todo lo prohibido. Los momentos alrededor de la mesa eran sagrados y empezaban con una seguidilla de bizcochos a la mañana, picadita a la tardecita y platos altamente calóricos a la noche. Obvio que esto era antes de que apareciera la movida «coma sano», y todo estaba empapado de vino tinto. Encima pegué un trabajo aburguesado, buena guita, poco laburo y unos muslos de casi 30 centímetros de diámetro.
Sobre que siempre fui grandota y tuve problemas con la ropa, en esta época agradecía que estuviera lleno de chinos vendiendo pantalones de vestir talle 44. Igual era feliz. Me alcanzaba con el amor. Y la crema de leche. Me costaba caminar, me agitaba y ni hablar de tener sexo. Ni me interesaba. Lo único que sí quería era tener un hijo para justificar la panza. Cuando me di cuenta que me había ido de mambo pasé por Slim Center y unos cuántos lugares más. Una nutricionista y una doctora de rara procedencia te decían que todo lo resolvía con una semillita de mostaza pegada a la oreja con una cinta de papel. Y la boca cerrada, por supuesto. Después de dietas disociadas varias y morirme de hambre, bajé 12 kilos.
Un tiempo más tarde renuncié a la burguesía y me metí con unas amigas a armar algo independiente. Obviamente, se notaba, sobre todo en el bolsillo. Empecé a estresarme mucho, casi ni comía. Los nervios y las caminatas me hicieron adelgazar. Sumado a esto, las cosas con mi chico iban de mal en peor y de repente me di cuenta que pesaba igual que cuando tenía 15 años, aunque para ese momento ya me había vuelto a la casa de mi vieja. Contigo pan y cebolla, chicas, no existe.
Con el pelo destrozado y las clavículas salidas me fui de viaje, intenté olvidarme un poco de todo y seguir la vida. Mi mamá estaba ahí para proveerme de sus torrejas de verdura, su carne hecha en la Essen [otra herencia que me dejó mi madre] y sus empanadas caseritas, idilio que duró 9 meses, como un embarazo, hasta que me avisó que se iba a vivir con su novio a otro país.
Después de eso, mis hábitos fueron cambiando y hoy troqué la mayonesa por el queso crema y el pan francés por las tostadas de pan negro. La gaseosa por el jugo de naranja, y creo que no mucho más. Ahora como de todo, no me preocupa la comida y no volví a engordar ni a adelgazar demasiado. Lo que sí tengo son etapas dónde amo cocinar. Y otras en las que soy la reina del delivery. Laburo todo el día y no siempre tengo ganas de seguir trabajando, qué se le va a hacer.
Pero cocinar me encanta. Más allá del reunirse alrededor de la mesa [evento suplantado por una mesita baja en el living y un par de bowls medios chinos que me regaló Top]. Y no me refiero a tirar un bife en la plancha, ni hervir unas salchichas, sino picar cebolla, dejar que se dore, agregar algunas verduras, condimentar, ir probando. Copita de vino de por medio, mucho mejor; ese espacio de tiempo que uno dedica al otro en medio de esta modernidad apurada.
Para mí cocinar es el mayor acto de amor, aunque el chino y el mexicano estarán agendados en mi celular por siempre.

jueves, junio 7

Paste

Siempre perseguí las tendencias. De chica flasheaba con el arte pop y quería como Marta Minujín o Renata Schussheim. Le robaba ropa vieja a mi mamá y a mi abuela, me pintaba los zapatos con aerosol rojo, verde y amarillo.
Mi placard era un arco iris de colores y texturas. Me teñía el pelo de verde o violeta [estoy hablando de muuuuuucho antes de Rodrigo] y era una especie de Cindy Lauper hippie. Todos pensaban que era “rara”, supongo que porque me vestía “raro”, y yo solamente buscaba “individualidad”, como la mayoría de los adolescentes.
No era una cuestión de querer ser o pertenecer, más bien todo lo contrario: quería diferenciarme del resto. Lo mismo cuando empecé la secundaria. Era una chica de clase media, podría decirse “semi punk”. Siempre me sentí muy distinta a mis amigas, pero lo tomé como natural. Mientras ellas usaban ropa de AB&C y hacían teatro, yo, como no sabía coser, tenía de arma una tijera y toda la ropa cortada e iba al centro de estudiantes, me peleaba con todos. De hecho, la lista donde militaba se llamaba “independiente”.
Cuando empecé a estudiar diseño, lo mismo. Discutía todo lo que decían mis profesores y en los congresos bardeaba a todos los teóricos del diseño que me hablaban de teorías tipográficas, grillas y legibilidad. .
Siempre miré para afuera. Una amiga decía que la diferencia en la cabeza de la gente era por viajar. Viajar, conocer, ver otras culturas, eso te hacía distinto [¿?] Toda esa batidora de flower power, Sex Pistols y revistas importadas se trasladó a mis diseños.
Y empecé a trabajar, inevitablemente, con quienes más me entendían: marcas de ropa, bandas, flyers para boliches. ¿Por qué? Supongo que por manejar una estética que en algún momento acá, en este pueblo grande, parecía novedosa. Y yo, eterna aburrida, con un voraz apetito de modernidad. Hasta que todo se dio vuelta [con el mismo tupé con el que en la moda vuelven los 80] y me saturé de imágenes. Hoy casi no uso remeras con estampas, y me visto casi exclusivamente con jean, ropa blanca, negra o gris.
Me saturé de las estampas que dicen “Californian Girl”, “Sweet Heat” o “Princess”, de que mi remera de explicaciones sobre quién soy y/o a qué tribu urbana pertenezco. Me cansé de ver diez millones de nenas vestidas todas iguales a la vidriera de Fujimoda, o cualquiera de los otros locales de Calle Angosta. Y ni hablar de los surfers rosarinos que no ven una ola ni una vez al año. Estoy harta de pasar por alguna esquina del centro un jueves o viernes y darte cuenta que todos se visten igual, con 2 o 3 marcas de diferencia ¿No se dan cuenta que tratando de ser “distintos” son todos iguales?
No se viene algo fácil, sino todo lo contrario. Antes, según cómo te vistieras, decías algo. Si eras hippie usabas determinadas marcas, hasta que apareció el hippie chic. Si eras punk, te ibas a la Bond Street, en Buenos Aires [o te hacías la ropa vos], hasta que los chupines son un básico de todas las marcas y aynotdead una de las etiquetas más caras y punk que conozco [debo confesarme adicta a ella].
¿Qué viene ahora en la moda? ¿Qué hacés para ser distinto si todas las marcas producen distintas líneas y Sólido tiene un bolso negro con una cadena colgando?
El acceso a información para las marcas y la gente en general hace que el consumo [visual y real] sea cada vez más voraz. Antes, por lo menos, las marcas tenían que invertir guita e irse a Europa a robar modelos o ideas para producciones. Ahora, abrís la Para Tí colecciones y al menos tres o cuatro de las campañas [sobretodo las de esas marcas de Once que de un día para el otro dieron un salto, supongo que solamente por pautar en esta revista] le copiaron la última producción de moda a Fornarina o a Yohji Yamamoto. Ni hablar de las botas Ricky Sarkany de gamuza con flecos. En calle San Luis te las comprás por 50 pe y eso que Ricky ya era medio mersa de antes.
A mi me da mucha risa. El otro día, el dueño de un local multimarca me contaba que con sus amigos [pibes comunes, no metrosexuales ni muy observadores] se rieron toda la noche de que todas las minas en Moore estaban vestidas iguales, con chupines y con botas. Supongo que de los rugbiers vestidos ridículamente con camisas Rip Curl o remeras de surf no dice nada porque eso le da plata.
En mi última clase en la escuela de diseño de moda le contaba esto a mis alumnas y les preguntaba qué hacer con mis botas texanas abuchonadas de Prune, que me compré hace dos temporadas antes que las tengan igualitas [aunque de cuerina, no de cuero] en la vidriera de Borsalino y todas las otras zapatería de calle San Luis. Obviamente, seguir usándolas, porque me gustan. A veces me dan ganas de ponérmelas con un jogging, pero creo me sentiría algo ridícula.
Volviendo al tema de las marcas, me parece que hoy por hoy no pasa nada. Las “de autor” tampoco funcionaron porque son muy pocos los que pueden ponerse [y comprarse] una remera estampada con los pezones de Nicola Constatino. O un diseño retorcido, que no sabés ni cómo ponértelo, ni cuál es el cuello o cuáles son las mangas, y te sentís entre una bolsa de papas y Grace Jones cantando en “Hacelo por mi” [para los jóvenes, un programa de TV que hacía Pergolini hace como mil años].
Los diseñadores se destacan por ser “básicos”, y las modelos más top o los músicos más cool salen en las revistas con una camiseta blanca [como la que usaba mi abuelo y yo le robaba a los 15 años para ponérmela debajo de una camisa grunge que había comprado en chemea] y un jean roto pero no de viejo [como ese Guess que tuve por años, orgullosa del tajo de la rodilla que se me había hecho en una fiesta en La City cuando me caí de la tarima; y que mi mamá me tiró cuando se me empezó a romper justo debajo de la cola] y, por supuesto, botas texanas. Y ni hablar de toda la gente “moderna” o “under” [Catarina Spinetta, Emanuel Horvilleur, Dolorez Fonzi, Lolo de Miranda, etc.] que son imagen de las marcas más clásicas [por no decir que se visten de Levi’s].
Capaz que por eso de perseguir siempre tendencias, yo, ahora, me considero “una chica clásica”. Por un lado, porque está todo tan al alcance de todos, por otro por aburrirme de estar siempre tras lo “novedoso” y porque hoy es la única manera que encuentro de sentirme yo misma. Bueno, quizás mis tatuajes en los dedos, vivir sola con mis dos gatos, tener una foto de Keith Haring desnudo en el living, mis Vans de Marc Jacobs [creo que las usé una sola vez, pero las amo], mi cubrecamas de leopardo y algunas otras excentricidades hagan que mi actual vestimenta funcione, al menos para mí, como un equilibrio visual.